martes, 10 de abril de 2012

Quién es


Una tarde de sol, un té de jengibre en la terraza, los ojos cerrados y cada tanto entreabiertos para chequear la posición de las nubes, el silencio absoluto de la siesta de feriados. La ciudad descansa un poco y le deja a los árboles el protagonismo absoluto del sonido. Abro los ojos, me calzo unas gafas de un color entre lila y azul y me dispongo a leer algo para destapar las vías pensatorias, para despertarlas del sedentarismo mental. Es tan placentero leer como flotando, las palabras se tornan livianas y nos envuelven como serpientes.
Y mágicamente suena el timbre. Si digo mágicamente no es porque fuerzas paranormales hayan activado el sistema eléctrico de la campana, sino porque de la nada misma aparece un dedo que toca y activa dicho sistema cuando no debería ser así, igual que cuando un conejo sale de una galera. Cómo se explica este hecho a simple vista ridículo? Por qué sale ineludiblemente de una galera, y no de un gorro ruso –mucho más amplio y acogedor para el animalito- o de una gorra rastafari, de enormes capacidades?
Asumo definitivamente que dicha llamada es equivocada y me quedo quieta. No sé por qué pero mis ojos van de izquierda a derecha, como si ese alguien fuera a aparecer por algún costado o como si éstos pudieran determinar esos segundos de espera hasta el próximo timbrazo, esta vez acompañado de dos o tres insistencias.
La forma de tocar el timbre es directamente proporcional al nivel de ansiedad del ejecutante, sobre todo en casos de no espera y en donde la urgente necesidad de asistir al toilette no está en juego. En dirección contraria, dicha forma se ajusta convenientemente a mi capricho por no abrir la puerta. Por ende, sigo aún sin moverme de lugar.
Pero la cantata llamadora chifla una vez más. Y empiezan dentro mío los sones de esa práctica religiosa bien conocida como culpa, casi remordimiento. Voy a la puerta porque ya es momento de resolver esta escena pero me seduce primero echar un vistazo por la mirilla. Qué divertido es, cada vez que lo hago me siento en una comedia de los años cincuenta vestida con una falda roja muy amplia, muy hollywoodense todo. Ajusto tanto el ojo que me entra vientito por la cerradura, pero aún así deduzco que no hay nadie. Ahora quiero corroborarlo, ahora sí quiero saber quién es, o quién era, por lo que voy hasta la puerta de entrada mientras pienso que justo que se han ido han logrado el cometido de que yo abra la puerta. La abro y confirmo: nadie. Sólo un volante pegado en la puerta que reza: “SI USTED QUIERE SALVAR SU ALMA, ABRANOS LAS PUERTAS DE SU CORAZON”.