miércoles, 20 de junio de 2012

Un muchacho y un sítar


Toqué el timbre dos veces y esperé. Fui a verlo esa tarde porque algo me olía extraño. Esos avisos fantasmas que aparecen desde el inconsciente para dar cuenta de alguna cuestión que no encaja, algo que no hace ruido cuando debería sonar, un revolotear constante de una sensación interna inexplicable. Cuando lo vi, supe que era él. Estaba pálido y su casa también.
- Se fue. Se fue como se va el verano, así sin aviso, y te agarra el frío de improviso y vos no sabés donde dejaste los puloveres, porque los había guardado ella, claro – y sonrió para sí con lástima.
Siempre fue medio poeta, escucharlo era disfrutar cada palabra que salía de su boca como caramelos, aún las cosas tristes.
- Quiero emborracharme hasta no saber más de donde vengo.
Un poco ya había empezado, a decir por los restos de botellas desparramadas por ahí que nos miraban vacías.
- Sí, quiero perder el conocimiento de todo, hasta de mi nombre, pero más de su olor, su risa de reina tercermundista, su forma de bailar tan fuera de ritmo, todo, toda ella, quiero perderla de mi memoria para siempre.
Miró por la ventana y soltó una lágrima que yo percibí porque justo le había dado el reflejo de la luz en la cara, pero hice de cuenta que no me di cuenta.
Verlo así me dejaba muda. Yo creía como una visión general del género masculino que los hombres no sufrían tanto por amor. Siempre enjugué ríos de ojos mujeres y abracé cuerpos de sirenas abandonados por piratas inescrupulosos, tiranos del corazón inconmovibles al amor, ludópatas de sentimientos ajenos que jamás apostaron por el otro. Pero este caso había roto con todos mis preconceptos. Había un dolor, había dos manos que hoy no tenían ese cabello para acariciar, ni ese cuerpo para cubrir con su cuerpo.
- Lo último que hice fue cantarle una canción. La escribí sólo para ella. Me dijo que fue lo más cursi que escuchó en su vida y se fue dando un portazo. Tan fuerte que se cayeron los cuadritos imitación Quinquela.
Tomó el sítar, se sentó en el suelo y comenzó a tocarlo. Luego cantó:

Dulce intriga
Hoy repaso la vida
Azules y violetas
Bajo la luna amiga
Te desvistes de sedas
Acomodas tus ideas
Y luego callas.

Y él también calló. Todo él era niño, hamacándose sólo en una plaza vacía y con los pantalones agujereados. Los ojos me nadaban.
- Nunca pensé que podías llegar a verme en este estado.
Eso era cierto; él siempre fue el rey de las situaciones y regalaba sonrisas a cualquiera que se le cruzara, incluso a los policías, cosa que yo admiraba profundamente.
- Te vi en estados más ridículos, pero estoy segura que ni te acordás. Igual creo que estamos a mano, yo también protagonicé escenas patéticas y vos fuiste mi gran espectador.
Eso le sacó una sonrisa. Me senté al lado de él y lo abracé. Sellamos un pacto de riguroso secreto y juntos cantamos “Viernes 3 A.M.” tomando vino del pico de la botella. Nos sacamos una instantánea mental para reírnos en unos años de semejante cuadro de sufrimiento.
Al despedirnos en la puerta, medio borrachos los dos, me dijo que se iría a la India. Allí podría olvidar y renacer. Y sería un mercader de especias, sólo para cambiar de hábito y ocupar su tiempo en un oficio desconocido. Lo besé fuerte y mientras me iba le recordé:
- A la vuelta traeme sahumerios.



lunes, 4 de junio de 2012

La Sra. Topa


La Sra. Topa me había invitado a almorzar porque necesitaba dirimir ciertas cuestiones domésticas que la estaban atormentando. Siempre había sido una excelente organizadora de reuniones sociales pero en los últimos tiempos había perdido un poco de concurrencia, a pesar de su carácter tan amable. Era de esas personas que embelesan con su simpatía; se vestía muy elegante aunque sea para salir de compras y usaba unos anteojos que le dejaban los ojos como dos castañas.
Me recibió muy alegremente y me ubicó en la mesa enseguida. Yo ya conocía su casa por haber asistido alguna vez a sus picnics de primavera pero sentarme a su mesa me inquietó sobremanera; los manteles lucían espeluznantes y tenía miedo de atragantarme con alguna arveja si me detenía a mirarlos demasiado. Ella era una total anfitriona y cocinaba muy sabroso, pero era absolutamente ignorante de esta cuestión fundamental.
Recuerdo que lo que más me había impresionado era el tiempo que se había tomado para preparar el postre; era en una gran copa que había heredado de una tía abuela, de hecho el postre se llamaba “Narcisa” en honor a ella que había iniciado la tradición familiar. Eran tres perfectas esferas de crema helada, nadando en un colchón de cerezas y salsa de chocolate, obleas por los costados y tres cerezas más arriba coronando la obra de arte repostera.
Yo había comido poco en parte porque el mantel me intimidaba y en parte porque sabía que me iba a estar esperando en la heladera esa escultural pieza dulce que parecía una barca navegando los mares hacia paladares desconocidos.
Entonces fue a buscarlo y lo dejó frente a mí. Me había dado la cuchara perfecta con el tamaño adecuado para cazar la porción ideal de cada ingrediente y sublimar la sobremesa para siempre.
Qué hermoso ritual pagano, tomar la cuchara despacio, hincarla en la bocha de helado mientras todo el resto se desploma y con los ojos cerrados llevar el bocado hacia la boca ansiosa para menear la cabeza de un lado a otro y no poder decir otra cosa más que la letra eme mil veces.
Ella me escrutaba; era segura pero quería obtener una opinión inequívoca y brutal. Yo dudé; en esos instantes me debatí sobre el deber de la honestidad y el poder del azúcar. Le diría que me llevaría un tiempo deducir el porqué de sus fracasos, con tres o cuatro almuerzos más y con sus correspondientes postres de por medio.
- En mi paladar la gloria y en mis ojos el mismísimo infierno.
Vencí la gula y traté de ser sutil diciendo poéticamente lo que ya había pensado cuando todavía estaba tomando la sopa. Ella me miró entrecerrando los ojos.
- Que los manteles son terroríficos. Literalmente dan miedo. Así no hay comensal que resista.
Cruda verdad.  De otra forma nunca iba a tener almuerzos o reuniones sociales exitosas como ella pretendía. No tenía sentido de la estética para algunas cosas muy obvias.
Extrañada, agarró la tela hasta llevarla casi hacia sus narices, la miró bien, y se tapó la boca asustada. Era la primera vez que los veía realmente, se levantó y empezó a caminar de un lado al otro exclamando indignada contra sí misma. Fue un berrinche digno de filmarse, pero yo no podía dividir mi atención entre ella y el postre, no quería bajo ningún concepto que se derritiese, así que seguí comiendo, feliz por dentro.
Sacó de un aparador dos copitas y sirvió licor. Se lo tomó como si fuera una medicina espantosa y con dificultad para su orgullo, me habló.
- Jamás desearía que la gente vea esto cuando está comiendo, es una total catástrofe.
Me pidió discreción al respecto si bien sobraba agregar que todo el vecindario había visto lo que ya ni queremos nombrar. Le sugerí que invente una festividad con un gran almuerzo al aire libre para los vecinos, con una temática ecológica y absolutamente informal, donde todo se comería con las manos y las mesas fueran de madera descubierta. Entonces podría redimirse como la genial ama de casa que siempre quiso ser.
Cuando me fui de su casa esa tarde, deseé oscuramente que en sus baños cuelguen toallas inexplicables o alguna otra imperfección indeseable, para que vuelva a agasajarme únicamente a mí con el mejor postre que comí en mi vida.