viernes, 27 de julio de 2012

Un poco de amor


Hoy no quiero nada. Sólo hablar, pero jugar no. Podría haber jugado la otra tarde, cuando vimos esos conejos. O el domingo, que nos ganó la fiaca. Pero ahora no. Hay veces que me gustaría jugarte al luchador de catch. Agarrarte de las piernas y pegarte un revoleo bárbaro. Como cuando interpretás al Gran Maestro y de repente sos una enciclopedia parlante. O cuando te ponés colorado y querés no reírte pero no te sale, porque sos transparente como la miel. Pero hoy es distinto.
Ayer tomé el títere de la repisa. Le faltaba un ojo y lo quise más. No era perfecto, era más como nosotros. Lo hice hablar un poquito pero estaba cansado. Así que fui hasta el costurero, revisé entre la marejada de botones y encontré uno verde. Se lo cosí. Le estaba solucionando la visión, aunque un ojo era muy diferente al otro. Fue a propósito, no quería que todo le sea tan fácil. Lo apoyé sobre la mesa y nos quedamos mirándonos. Yo le pregunté cómo me veía ahora, con su nuevo ojito. Si todo era igual, o si percibía distinto. Estaba serio y no me contestó. Así que lo llevé de vuelta a la repisa y que haga lo que quiera. Puedo vivir sin su opinión. Entonces quise hacerme un té, pero la planta de menta no estaba preparada para desprenderse. Tomé tres o cuatro hojitas y chillaron muy, muy despacito. No pude cortarlas, me daba culpa. Así que apagué el fuego y me fui a dormir pensando en vos. Y en tus manos como de espuma de mar. Te vi en el sueño patinando arriba de un elefante, creo que estábamos en Turquía. Dabas vueltas en la arena y te llenaban de premios por eso. Yo tenía una túnica estampada de sandías y te aplaudía como un robot de película ochentosa. Y cuando abrí los ojos te vi sentado en el borde de la cama, pensando.
Me hice la dormida para vigilarte un poquito. Recordé esa tarde. Qué hermosa nuestra vida juntos, me dijiste, y me besaste. Y todo el cuerpo se me volvió de vainilla y caramelo. Ahora quiero tanto. Te pienso y me sonríe la piel. Ahora sí juguemos. Si querés yo soy tu títere y me cambiás los ojos. Pero sólo los ojos, lo demás está bien. O jugamos a la planta y yo me quejo bajito porque no me arrancás nada y te vas. Pero luego tenés que volver, si no no vale. Y así sí nos revolcamos en el pasto y festejamos la lucha libre.




lunes, 2 de julio de 2012

Salón de belleza


- Si hay algo que quisiera tener, algo con lo que me gustaría haber nacido, son los pelos bien enrulados, tener un peinado estilo afro, vaporoso, casi casi un nido de carancho.
Hubo un momento donde todo se detuvo, como esos segundos previos a la gran catástrofe de las películas de acción donde las cosas ocurren en cámara lenta y sin sonido. Todo fue quietud, los secadores se callaron, las manos se quedaron quietas, las tijeras pararon su poda. Yo miré a través del espejo hacia todos lados y puedo afirmar que todas, absolutamente todas, me estaban mirando con cara de esa misma catástrofe.
En esa secuencia confirmé mi poca eficacia para entablar conversaciones de peluquería y lo distante que estaba de los gustos capilares femeninos.
Lo que siguió después fue un parloterío digno de la más variada jaula de zoológico y una lluvia de opiniones y consejos. Que estás totalmente loca, qué los rulos no van, con la humedad en la que vivimos sería imposible ponerte una hebilla, que no tenés sentido de la moda, entre otras cuestiones que aunque no me importasen no dejaban de ser crueles.
En esta época donde se libra una guerra total y abierta al rulo, donde la potencia lacia quiere ganar cabezas aplastando la naturaleza del pelo como ha nacido, qué puedo pedir?
Se me acerca una joven con un turbante en la cabeza y me indica mostrándome una foto de una Cleopatra moderna:
-        Ves? El pelo siempre tendría que estar así, es un horror que se te ondule! Si no parecés un perro caniche!
-        Bueno, pero a juzgar por esta foto la otra opción es ser un perro afgano!
Me miró unos segundos con odio mal disimulado, aunque creo que no entendió lo que le dije, se dio la vuelta con la frente en alto y se fue taconeando hasta su sillón.
-        Estás muy equivocada –saltó una desde el fondo- sabés lo tremendo que es no poder dominar el pelo? Que quieras peinarte linda y no puedas porque el cepillo no te hace efecto? Mirarte al espejo y ver que tu pelo es cualquier cosa y que hace lo que quiere? O que te digan cachavacha en la escuela o el trabajo? No entendés nada!
Estaba al borde de la histeria, roja por la tintura y por la bronca.
-        Lo que no entiendo es por qué no aceptan el pelo como les salió! En vez de estar haciéndose cosas todo el tiempo y vivir obsesionadas con algo que NO tienen ni van a tener NUNCA!
Ouch. Ahora sí estaba completamente fuera de lugar. Hasta mi peluquera con su mirada me retó por sediciosa pro-bucle, por incitar al rompimiento de las normas lacias. Menos mal que ya había terminado su trabajo, las consecuencias podrían haber sido no menos que desastrosas.
Y ahora eran esos segundos posteriores a la catástrofe, donde uno actúa como flotando, sin escuchar y casi sin ver lo que ocurre alrededor, la pantomima de gestos y brazos por los aires, el peligro de ser atacada por algún frasco volador, el pagar rápido y huir para evitar más problemas.
Al irme, pensé en la frase común “no te hagas los rulos”, usado tanto para decirle a alguien que no se ilusione. Y comprendí que muy en el fondo, bien bien atrás en la bolsa de ruleros, el ideal del pelo lacio es el reflejo de una esperanza, un deseo escondido que tenemos las mujeres y por el cual haríamos cualquier cosa –literalmente cualquier cosa- por mantener vivo.