miércoles, 7 de noviembre de 2012

Soltar


Ana se levanta del sillón y se va a mirar al espejo. Mira sus rulos gitanos y su nariz importante. Se acerca a su reflejo para jugar al cíclope con ella misma, para no pestañear por un buen rato. Sabe que así se le llenarán los ojos de agua. Necesita que le ardan los lagrimales para poder activarlos, a veces el llanto no le sale naturalmente.
Hace varios días que Ana no duerme, porque piensa en él ahora más que nunca, ahora que no se lo merece para nada. También piensa en la canción de Spinetta y eso la tranquiliza un poco. Trata de cantar otra de sus canciones y se estremece al reconocer la sabiduría de un hombre tan simple. 
“Como quisiera una poesía para mí”, susurra, y eso la hace sentirse muy sola.
Cada noche descubre en su cama una acuarela borrada de momentos, en su almohada oye la arena que le corroe la piel, entre las sábanas se mezclan sus piernas y su melancolía. Y se levanta. Para qué insistir en conciliar el sueño cuando no puede reconciliarse consigo misma.
“O también quisiera volverme un velociraptor, ir donde esté, capturarlo con mis garras peligrosas y llevarlo volando hasta la cima de cualquier montaña y que no pueda bajar y que no le quede otra que estar conmigo”.  Pero sabe que, además de improbable, sería una declaración de guerra.
Cierra los ojos y se acaricia la mejilla como se la acariciaba él, con los cuatro dedos flojos y de abajo hacia arriba hasta llegar a su pelo, donde siempre se enredaban hasta despeinarla. No es lo mismo, pero se conforma con eso.
La ventana baila y Ana se apura a cerrarla. Medita sobre la diferencia de las veces que se utiliza la palabra cerrar. Cerrar un libro al terminar de leerlo y sentir que la modificó en algo; cerrarse la campera para no pasar frío mientras camina por el otoño del Parque Lezama; cerrar un frasco de mermelada de frutilla con los dedos embadurnados y contentos; cerrar la puerta y decirle adiós a él, hasta siempre a tanto amor difícil, chau, y que nos vaya muy bien, ojalá.
Cuando él se fue, ella estaba despertando. Ya los dos sabían que no querían juntos todo lo que antes querían, que estaban usando otras máscaras, que poco a poco su amor se había diluido en un mar cada vez más seco.
Lo vio sentado contra la pared, al lado de la puerta, despidiéndose en silencio de esa casa que tanto lo oyó reír. Luego se levantó, se acercó a la cama y la besó en la frente. Se abrazaron y se amaron por última vez, lo sabían, la última vez que es eso como soltar lo que no queremos que se vaya, ese globo brillante en ese parque dulce en una tarde tibia llena de flores.
Y lo dejó ir porque sabe que es mejor así, que se deslice hacia otros cielos de otros parques, siempre curioso, siempre volátil; y así él también la soltó, llevándose consigo su suavidad y su pelo de zíngara, ambos dudando pero sin pensar más.
Ana sabe que vendrán otros a quien amar, otros que tomen su cuerpo de mujer frágil y la vuelvan guerrera, bailarina, o nómade.
Soltar. Dejar ir para volver la mirada al presente. Despertarse es eso, pero Ana aún no puede dormir. Abrirá los ojos muchas veces antes de lograrlo. Será una sonámbula atenta, un búho en el monte desordenado de su cama. Y seguirá cantando canciones hasta que el cristal de sus ojos se rinda y pueda por fin, ella también, volar libre.