viernes, 21 de diciembre de 2012

Una existencia pequeña


Un dedo índice presiona un botón y suena un timbre. En la espera, él y sus colegas de mano rascan una mejilla un poco seca por el frío de la tarde. El dedo aguarda, y mientras tanto, golpetea contra la pared de ladrillo a un ritmo de dos por cuatro. Luego se dirige –sin lugar a réplica- hacia la boca de su dueño y saca de entre los dos dientes superiores delanteros restos del chocolate con almendras que éste degustó hace un rato. Lamenta tener que encargarse de las penosas tareas de limpieza de las partes del cuerpo en el que le tocó vivir, sintiéndose un poco héroe y un poco víctima.
Piensa en el destino de otros índices que, como él, no tuvieron la oportunidad de elegir su dueño y, si bien reconoce que en la intimidad todos los dedos son iguales, algunos tienen más suerte que otros.
Cómo habrá sido ser ése que fue levantado en el fragor de un discurso político revolucionario, o el que sostuvo la lapicera para firmar el tratado de paz más importante de la historia? O qué sintió el dedo de Jimi Hendrix o Astor Piazolla cuando se dio cuenta que hacía magia?
El que sostuvo el pincel de Da Vinci, o rascó la sien de Darwin cuando trabajaba sus teorías, o el dedo de Vito Corleone que daba las órdenes en italiano; a ellos admira.
Mientras hurga en la oreja derecha de su propietario, imagina qué hermoso hubiese sido escarbar las arenas de Egipto en búsqueda de la tumba de Tutankamón, o al menos remover el fondo del océano buscando la dorada Atlántida.
Su existencia está signada por el aburrimiento: tocar botones, interactuar con partes del cuerpo en una rutina un tanto desagradable, alguna que otra vez acariciar partes de otros cuerpos, señalar algo que pasa, o ayudar a sus compañeros a agarrar cosas. Pero no mucho más que eso. Él observa a sus otros colegas aceptar sus tareas sin ningún tipo de rebeldía, en absoluta resignación con lo que les tocó ser.
Recuerda que despertó de su letargo una tarde, cuando esperaba que lo envuelvan en yeso por una fractura de mano que había sufrido su portador. Vio a una enfermera y el maternal dedo apoyado en sus labios carnosos inmortalizando el símbolo del silencio en una fotografía. Ya la había visto en otra ocasión, pero la quietud enloquecedora de esas semanas enyesado le había instalado la imagen y la pregunta una y otra vez: cómo trascender?
Si fuera por él, rompería con la frase “no mover un dedo” y le demostraría al mundo el poder que tendría, la capacidad de acción con la que cambiaría algunas cositas con las que está disgustado.
Sería capaz de reunir las fuerzas necesarias para cambiar su destino? Podría empujar al resto de sus compañeros, al cuerpo entero y por ende a su portador, a darle un significado importante a su vida?
Mientras cree encontrar la respuesta, el pobre dedo es apretado torpemente por una puerta de madera. Dolorido y con su extremo superior a punto de explotar, olvida sus cavilaciones y sólo grita internamente por un analgésico que le calme el suplicio y lo ayude a dormir.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Malos pensamientos


Sólo un deseo pidió Juana al soplar la velita.
Lo único que le importaba era ésa utopía, que el ciclo del universo cambiara según los pronósticos pseudo apocalípticos y que se realice la magia: que todos los allí reunidos se callaran la boca. Sí, que hagan silencio, que hablen cuando tienen que hacerlo (entiéndase opiniones sinceras, comentarios positivos o palabras de afecto o consideración), y que si en su defecto esto no ocurre, que sigan callados. Que se guarden el caudal de malicia, que se aguanten su envidia, su frustración y que en lo posible, se atraganten con ellas.
Concentró toda su energía en un soplido poderoso, de esos que derriban árboles eternos, como en los cuentos fantásticos. Juana posee, a pesar de sus veintitantos, cierta inocencia que pugna por no desvanecerse y eso le da fe: acentuando el ritual del soplo rogó el mutis general, apostando a que fuera instantáneo.
Un segundo de suspensión, la penumbra de la vela apagada, aplausos, saludos y otra vez el parloteo. No funcionó. Otro deseo perdido y por eso, aún más anhelado.
Tomó la cuchilla y la espátula, un poco decepcionada, y se dispuso a cortar el pastel. Los invitados seguían charlando, opinando sobre la vida de tal o cual, o peor, sobre la vida de la propia Juana (en su propio cumpleaños, no hay derecho, debería haber un poco de auto censura, pero no).
Mientras hundía con una siniestra suavidad la hoja filosa del cuchillo, Juana se preguntó qué pasaría si hiciera lo mismo con la campera de su prima Celeste, que desde chicas se burla de su gusto particular para vestirse.
Una sonrisa ácida se le clavó en la cara al pensar en los garabatos que le haría a la bendita campera con la puntita -sólo la puntita- del cuchillo, y ver las plumas, presas en su interior, salir desesperadas en busca de oxígeno. Luego, juntaría todas las plumitas, que son muchas, y se las pondría en la boca a su tía Felisa y a su otra tía Fabiola, ya que si por lo menos no tienen pelos en sus lenguas, tengan algo que se las suavice un poco.
Con ese cuchillito también cortaría el mantel bordado tan afanosamente por mamá Susana mientras esperaba feliz a aquél hombre que la llevó al altar, y que luego se fue a recorrer otros altares con otras mujeres; y que luego regresó y volvió a irse, unas cuantas veces, siempre en algún coche nuevo.
   -          Ah sí, qué lindo quedaría el auto de papá con toda la goma espuma de las butacas a la vista -fantaseó Juana– como si hubiese nevado adentro, una pesadilla para la aspiradora. Y el cuero todo rasgado como si una pantera hubiese bailado malambo sobre los asientos. El auto recién encerado, con olor a lavanda, tu orgullo personal, víctima de un cuchillito justiciero.
Juana terminó de servir a todos, y fue sola con su platito a sentarse a un rincón, evitando sociabilizar.
Sus amigas Laura y Lorena discutían falsos conocimientos sobre política y las teorías sobre por qué el mundo es una porquería, y tuvo el impulso de reventarles el plato de torta en la cara con la misma vehemencia con la que ellas militan en las redes sociales. Calculó la distancia y dedujo que desde ahí les llegaría un gran impacto que las desmayaría, por lo menos, pero necesitaba otro plato bien abundante para realizar una descarga simultánea.
Sin embargo, observando a su tío Armando y su tercera mujer, dobló la apuesta. Tomaría el mantel de mamá todo acuchillado y los metería a los dos, como los Hansel y Gretel del bosque del infierno, y cual deportista olímpica los revolearía lo más lejos posible, amordazados para no contaminar el aire con las comentarios castrenses de ella.
   -     Sí, vuelen y mátense sin testigos. Les regalo un pasaje en un mantel con ventilación y garantía de calidad en el arribo. Adiós, en la próxima vida si se odian sean valientes y sepárense.
Probó un bocado y el sabor dulce de las frutillas la empalagó. Le había dicho a su amiga Daniela que ya no le gustaban las tortas con frutas, pero ella hizo lo que quiso. Quizás, si agarrara la torta entera y la estrellara contra la pared, y luego tomara a Daniela y a su novio sin carácter de la nuca y los hiciera limpiar el enchastre con la lengua y la cara, juntando no sólo preparación sino también pintura, revoque y cemento, comprendería que no era lo que ella le había pedido.
Luego agarraría la cola de burro (si hubiera) y los cuernos de alce (qué buen complemento sería para un cumpleaños) y se los encarnaría a su otra amiga Julieta en la boca, sin anestesia ni preguntas previas, para evitar nuevamente su cuento de hadas con príncipe perfecto en castillo de barrio cerrado, que a esta hora debe estar siendo agitado por hordas de ebrios escuderos y plebeyas desnudas.
Juana se dio cuenta que toda su ingenuidad había quedado pegada a la espátula, que su tolerancia se había desvanecido como la llama de la velita. Sin transición, su deseo de silencio había germinado hacia otros deseos menos santos. Toda su vida estuvo escuchando, gentil, atenta, y ahora ya no tenía más ganas. Estaba agobiada.
Se dirigió hasta la mesa, se sirvió una copa llena de vino y la bebió de un trago. Miró a su alrededor, su prima le estaba hablando pero no le importó. Tomó la cuchilla nuevamente y la sostuvo, dudosa.
Observó el brillo de la hoja metálica, la firmeza de su mango de madera, la perfección de su filo. Descubrió su reflejo en el acero. Miró el mantel, los sillones, la ropa en el perchero del recibidor, la torta inmunda.
Fue hasta la cocina, abrió la canilla y con cuidado, lavó suavemente el utensilio. Lo secó hasta sacarle brillo, y despacio lo guardó en el primer cajón.
   -   Mejor quedate durmiendo acá – le dijo en voz baja acariciándolo – me estás tentando a hacer muchas travesuras.
   -   Pero sería muy divertido. No lastimaríamos a nadie, sólo un poquito a algunas cosas, se lo merecen, no te parece?- incitó la cuchilla juguetona - Sería algo nuevo para mí, siempre cortando comestibles, podría hacer un trabajo excelente, no te vas a arrepentir, probemos!
Juana cerró con fuerza el cajón. Mejor dejar de escucharla ahora, antes que la siga seduciendo, aunque quede gritando ahí adentro. Le gustaba regalar a los demás nuevas experiencias, pero quizá en este caso no era conveniente.
Volvió al comedor y se sirvió otra copa de vino. A lo mejor, había estado exagerando un poquito.